Tras medio siglo de intentos por “llevar el Estado a las regiones”, ¿qué deberíamos preguntarnos?, ¿cómo deberíamos avanzar?

Abr 25, 2016 | "¡Adiós a las Farc!"

Foto: Natalia Botero

Publicado originalmente en Arkanos, #18, diciembre de 2013.

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La idea de “llevar el Estado a las regiones en conflicto” es bastante colombiana. Sin embargo, desde hace poco el presidente de Perú, Ollanta Humala, la promueve en el mismo sentido de sus homólogos colombianos. De la misma manera, asesores norteamericanos y colombianos proponen esa fórmula en México y Afganistán, arguyendo los éxitos de la experiencia colombiana. Eso indica que la idea de “llevar el Estado a las regiones” entró a hacer parte de la lista de productos colombianos de exportación.

Desde 1958, con Alberto Lleras Camargo, todos los presidentes colombianos sin excepción han tratado de “llevar el Estado a las regiones en conflicto”. Si se comparan las regiones priorizadas por el presidente Lleras con las regiones priorizadas por el presidente Santos, la sensación que queda es de estruendoso fracaso. Cuatro de las cinco regiones seleccionadas por Lleras en 1958, Tolima, Huila, Cauca y Valle, siguen en la lista del presidente Santos, aunque con variaciones en los municipios específicos a intervenir. Sólo Quindío y Caldas, que estaban en la lista de Lleras, ya no están en la de Santos, quien en cambio tuvo que seleccionar otras seis regiones: Nariño, Putumayo, Meta y Caquetá, Bajo Cauca antioqueño y cordobés, Catatumbo y Montes de María.

En vez de reducirse, el número de regiones donde urge “llevar el Estado” ha ido creciendo con los años. Sin embargo, con entusiasmo consultoril, pero también con evidencia empírica, todos los análisis sobre Colombia describen a un país que logró salir de “fallido” y llegó a ser “viable”, y para algunos, incluso ejemplar.

¿Qué explica ese aparente fracaso a nivel regional, pero aparente éxito a nivel nacional e internacional? ¿Qué prioridades presidenciales han definido las estrategias y municipios a los que se “lleva el Estado” y la manera como se lleva? ¿Cuáles han sido los efectos sobre la capacidad estatal municipal de los programas presidenciales que “llevan el Estado a las regiones”? Estas son las principales preguntas que intentará responder la investigación de la que se deriva este artículo.

¿De dónde viene y cómo ha evolucionado la idea de “llevar el Estado a las regiones en conflicto”?

Alberto Lleras Camargo no sólo trazó en varios discursos la idea política de que había que “llevar el Estado a las regiones en conflicto”, sino que fue el primero en crear una estructura institucional central a quien encargarle esa tarea: “La Comisión Especial para la Rehabilitación”. En palabras del historiador Gonzalo Sánchez, esa Comisión era una especie de “Consejo de Ministros para asuntos de Violencia”, donde participaba casi la mitad del gabinete presidencial.
En el decreto de su creación, el 1718 del 3 septiembre de 1958, se le fijaba como tarea “la preparación y ejecución del plan de rehabilitación de las zonas afectadas por la violencia” y la coordinación de las diversas dependencias administrativas tanto nacionales como regionales que apuntaran a la realización de los propósitos del Gobierno (Sánchez, 1988, p. 1).

Por otra parte, aunque sin relación directa con la de Rehabilitación, el presidente Lleras Camargo creó la Comisión Nacional Investigadora de las Causas de la Violencia, integrada por Otto Morales Benítez, Augusto Ramírez Moreno, Germán Guzmán Campos y los generales Hernando Mora Angueira y Ernesto Caicedo. Esta segunda Comisión no pudo llegar a un informe consensuado entre sus miembros, así que la solución fue que cada integrante le contara al presidente sus propias conclusiones y dejara a su criterio las acciones a seguir.

El esquema de Lleras pretendía atender secuencial y paralelamente la pacificación y la rehabilitación, con la esperanza de que de su suma surgiera la reconciliación. Para ello, seleccionó zonas rurales que a juicio del Gobierno tenían gran devastación por la violencia, aunque esta ya hubiera cesado, otras que seguían en medio de la candente confrontación e igual requerían rehabilitación. La combinación y sucesión de pacificación y rehabilitación debía contener a los violentos y motivarlos a integrarse a la vida política, atender a las víctimas, sacar de la ruina económica a las regiones e integrarlas a la Nación. (Entrevista a Morales Benítez); (Sánchez, 1988).

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Esa estrategia focalizada, rural y secuencial de Lleras no tuvo continuidad; la Comisión de Rehabilitación fue oficialmente clausurada en 1961. Iniciativas gubernamentales relativamente similares a las de Lleras Camargo, durante el resto del Frente Nacional, como la Reforma Agraria del presidente Carlos Lleras, o iniciativas post – Frente, como el Programa de Desarrollo Rural Integral (DRI) del presidente López Michelsen, no estaban focalizadas en función de la violencia, ni tenían por objetivo específico atender sus secuelas. Más bien, esas iniciativas esperaban traer desarrollo económico rural al conjunto de las regiones. En general, el discurso oficial durante el Frente Nacional, en relación con el conflicto rural y armado, varió entre las iniciativas de mayor acento en reforma agraria y modernización institucional central de los mandatarios liberales con las de los mandatarios conservadores de mayor acento antisubversivo y de impedir las repúblicas independientes. Ambas tuvieron como común denominador el objetivo de “preservar el orden público, más que el de rehabilitar e integrar a las regiones en conflicto”.

El epicentro de la modernización estatal durante el Frente Nacional fue el Gobierno central. Desde él y para él se originaron las iniciativas de modernización del Estado. La inversión en defensa se seleccionó sistemáticamente en favor del Ejército, a costa de baja inversión en Policía y mínima en justicia. Las luchas bipartidistas y las tensiones entre el Ejecutivo y el Congreso ocasionaron una especie de división del trabajo donde el Ejecutivo primó sobre el Congreso y se quedó con la iniciativa del gasto y la tecnocracia, y los políticos profesionales se quedaron con el Congreso, el clientelismo y las regiones. Los dirigentes del Frente Nacional optaron por formar y ampliar la burocracia estatal, pero no a la weberiana sino a la colombiana. Es decir, no independizando la burocracia de la política, como sugirió Max Weber, sino insertando toda la política dentro de la burocracia, como resolvieron nuestros dirigentes.

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Esas selecciones en la modernización y ampliación estatal tuvieron múltiples consecuencias; para efectos de este trabajo, destaco tres que se relacionan en cadena. Primero, un sesgo hacia el uso de canales partidistas, más que de canales estatales institucionalizados, como correas de transmisión de la inversión pública y la presencia estatal en las regiones. La “presencia del Estado” en las regiones se subordinó a la “presencia de los partidos” (González). Segundo, una subordinación de las prioridades del gasto estatal a las necesidades electorales de los políticos y sus partidos. La inversión pública se lleva y se hace donde sea más rentable electoralmente; esa competencia siempre la gana la densidad urbana sobre la dispersión rural, y las demandas de la clase media sobre las masas pobres, urbanas y rurales. Tercero, lo anterior no sería problema sino virtud democrática, de no ser porque la ocupación del territorio en Colombia es superasimétrica, la representación política muy limitada y la violencia nunca ha dejado de ser un instrumento para restringirla aún más. Ingresar al sistema de representación estaba asegurado para unos y obstruido para otros, por las balas o los votos. Retener la representación no dependía de los votos, dependía del acuerdo frentenacionalista y de las balas; así, lograr que el sistema político responda a los electores mayoritarios es difícil, pero posible. No obstante, lograr que le responda a los electores minoritarios o los no electores es prácticamente imposible. La Colombia rural, la representación política y la organización estatal en el territorio quedaron con más puntos de desencuentro que de articulación. (Gutiérrez); (González); (Palacios, 2011). A los que creen que todos nuestros males se deben al narcotráfico y sus rentas, nunca sobra recordarles que toda esa desarticulación del territorio, la población, el régimen político y el aparato estatal ocurrió mucho antes de que en Colombia se descubriera una mata de coca, y siguió ocurriendo a finales del siglo XX, cuando llegamos a tener 164.000 hectáreas de coca, y sigue ocurriendo hoy que tenemos menos de la mitad de esa cifra en hectáreas sembradas de coca.

 

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La idea de tener un programa presidencial específico, focalizado, con una estructura institucional propia, dirigido a las zonas más afectadas por la violencia o a aquellas donde el Estado era desafiado de manera contundente, sólo volvió a la Casa de Nariño hasta 1982. El Plan Nacional de Rehabilitación, aunque con distintos enfoques, sobrevivió durante tres gobiernos consecutivos. Empezó con Belisario Betancur en 1983, para contrarrestar la pobreza y otras “causas objetivas de la violencia” y para acompañar el proceso de negociación política que se desarrolló con varios grupos guerrilleros, en particular las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia (FARC).

Con Virgilio Barco, el crecimiento del PNR fue una prioridad política y presupuestal, hasta convertirse en el epicentro de la estrategia territorial y de inversión del Ejecutivo en las regiones, como consta en varios documentos públicos:

El Plan Nacional de Rehabilitación es parte integral del programa de cambio económico, social, político e institucional propuesto por el Gobierno, tendiente a la construcción de una sociedad moderna en la que se reordenen las bases del crecimiento económico, se integren las regiones marginadas al proceso de desarrollo y se logre la reconciliación entre los colombianos y la normalización de la vida ciudadana. (DNP, Documento 2.311, 1987, p. 2).

Barco y los directivos del PNR desecharon la idea de las “causas objetivas”, por ejemplo la pobreza, como causantes de la violencia. Concluyeron que la principal causa de violencia era la falta de legitimidad política y alcance del Estado frente a la sociedad y la desarticulación regional. Decidieron que el PNR se iría a las regiones con un esquema participativo, con inversión pública a mejorar su gestión y legitimidad. Mayor participación e inversión sería lo que le daría presencia, oxígeno político y vitalidad al Gobierno nacional en particular y al sistema político en general. Para ello, en tiempo del presidente Barco, el PNR estableció las siguientes prioridades:

Con la elección popular de alcaldes, a partir de 1988, y la profundización de la descentralización establecida en la Constitución de 1991, el PNR empezó a dejar de ser una prioridad del gobierno de César Gaviria. Pese a que durante ese Gobierno siguió creciendo el número de municipios incluidos en el Programa y al balance positivo de sus logros, las dificultades de entronque político e institucional del PNR con la estructura institucional y política de la descentralización se tornaron insostenibles. En el documento Conpes 2523 de 1991 sobre el PNR de Gaviria se notan esas tensiones:

El PNR atiende en la actualidad 304 municipios y beneficia a 5.485.000 habitantes. Ha mostrado importantes logros en la ampliación de la democracia participativa y la recuperación de la credibilidad ciudadana en las instituciones. Se han logrado realizar en el marco del PNR, 4.381 reuniones de Consejos Municipales de Rehabilitación, donde participaron 5.437 organizaciones representativas de la comunidad. (p. 2).

El Congreso, la Asamblea Constituyente y el Ejecutivo decidieron que el oxígeno al sistema político vendría por la vía de la elección popular y la inversión por la vía de la descentralización fiscal directamente a los municipios, no por conducto del Ejecutivo Nacional. Con menores recursos y sus competencias reasignadas, y con la visión de menos Estado y más mercado del presidente Gaviria, el PNR se fue quedando sin respaldo, sin chequera y sin función.

Por lo anterior y por las nuevas prioridades presidenciales, desde el presidente Ernesto Samper la idea de un programa anticonflicto o prolegitimidad del Estado y focalizado en ciertos municipios se disipó e incursionaron dos nuevos enfoques que permanecerán en las siguientes administraciones. Primero, el foco dejó de ser el llegar a los municipios más pobres o conflictivos y pasó a ser el llegar a los ciudadanos más pobres dentro de los pobres.

En esa perspectiva, dentro del llamado “Salto Social” del presidente Samper, se crearon el Sistema de Selección de Beneficiarios para Programas Sociales (SISBEN) y la Red de Solidaridad Social (RED) como los principales instrumentos para que el Ejecutivo seleccionara ciudadanos beneficiarios de subsidios y servicios estatales y llegara a ellos en todos los municipios del país.

La Red de Solidaridad Social, como estrategia específica de la política social de esta administración, fue creada en agosto de 1994 e incorporada a los programas de ‘‘El Salto Social’’. Su objetivo es contribuir a mejorar las condiciones de vida de la población más pobre y vulnerable, y facilitar su participación en los grandes programas sociales, mediante los esfuerzos conjuntos de las instituciones del Estado nacionales y territoriales, de las organizaciones no gubernamentales y de la sociedad civil. Con la RED se busca, además, generar un clima de convivencia social, promover la solidaridad y contribuir al proceso de paz, a través de la participación local y comunitaria en la toma de decisiones. (DNP, Documento Conpes 2838 de 1996).

El segundo cambio fue que la política antinarcóticos entró a ser el criterio fundamental de actuación focalizada territorial del Estado colombiano. El Estado empezó a ser llevado hacia municipios donde había coca y porque había coca. Los programas de “Desarrollo Alternativo” empezaron en Colombia en 1985, cuando el Programa de Naciones Unidas para la Fiscalización de las Drogas (UNDCP) emprendió proyectos de sustitución de cultivos de coca en el sur del Cauca, y luego en Nariño a partir de 1989. Posteriormente, en asocio con el PNR, esos proyectos llegaron a veintidós municipios en 1993. Pero sólo hasta el gobierno de Samper se creó un programa dentro de la estructura estatal colombiana, ya no simplemente un proyecto de cooperación internacional, para adelantar programas de erradicación y sustitución de cultivos ilícitos y se amplió la cobertura a noventa y seis municipios. En 1995, el presidente Samper creó el Programa de Desarrollo Alternativo (PLANTE), adscrito a la Consejería Presidencial para la Política Social, y usó para su ejecución lo que quedaba del aparato administrativo del PNR. (DNP, Conpes 2734, 1994).

El Programa de Desarrollo Alternativo busca complementar las campañas de erradicación forzosa, mediante inversiones de carácter social para prevenir, frenar y eliminar la producción de cultivos ilícitos. Este programa se limita a zonas de economía campesina donde, con base en la participación comunitaria, se formularán y ejecutarán proyectos para crear oportunidades lícitas de generación de ingresos, elevar la calidad de vida, conservar el medio ambiente y fomentar los valores éticos y culturales para la convivencia pacífica, con el fin de reducir la oferta de sustancias psicotrópicas. Así, el concepto de Desarrollo Alternativo orienta una política integral que fomenta el retorno a los valores éticos y culturales del ciudadano, incrementa la presencia institucional del Estado y crea fuentes alternativas de ingresos. (DNP, Conpes 2734, 1994, p. 1).

Al empezar el PLANTE, el balance del Gobierno colombiano sobre la magnitud y caracterización de lo que llamaban “el problema mundial de las drogas” era el siguiente:
Colombia tiene una superficie cercana a 40.000 hectáreas cultivadas en coca, entre 16.000 y 20.000 hectáreas en amapola, y durante 1993 se reportó la reaparición del cultivo de marihuana, en una superficie que oscila entre 6.000 y 8.000 hectáreas.

[…]
En 1992, los cultivos de coca, amapola y marihuana afectaron a 212 municipios del país e involucraron en forma directa e indirecta aproximadamente a 300.000 pequeños productores, entre campesinos e indígenas. Se estima que 15.000 pequeños productores son responsables directos del 50% o 60% del área sembrada en coca; entre 15% y 20% del área en amapola y del 45% al 50% del área en marihuana en el país.

En ninguno de los dos documentos Conpes sobre el PLANTE de la administración Samper, el 2734 de 1994 y el 2835 de 1996, se menciona directamente a las FARC, a otras guerrillas o grupos paramilitares como parte del problema de los cultivos ilícitos en Colombia. Como se aprecia en el texto citado, los ilícitos involucran a “pequeños productores” o al “narcotráfico” en abstracto; lo más cercano son referencias generales y secundarias como las siguientes:

En general, las zonas afectadas por cultivos ilícitos se caracterizan por presentar situaciones de atraso económico y social, débil o nula presencia institucional del Estado con programas de inversión social y de desarrollo económico, situaciones de conflicto originadas en la marginalidad y las precarias condiciones de vida de la población, y presencia de grupos armados.(DNP, Conpes 2734).

Para 1999, cinco años después de iniciado el PLANTE, ese discurso y diagnóstico oficial cambiaría radicalmente. Luego del gobierno de Samper, las estrategias gubernamentales para “llevar el Estado a las regiones” combinarán siempre, sin exclusividad, subsidios y servicios estatales para los más pobres, erradicación de cultivos ilícitos y proyectos productivos. El cénit de esa combinación de formas de “llevar el Estado a las regiones” fue el “Plan para la Paz, la Prosperidad y el Fortalecimiento del Estado”, más conocido como Plan Colombia, acordado entre el gobierno de Estados

Unidos y el presidente Andrés Pastrana, quien lo usó también como eje articulador del proceso de paz con las FARC, que a la postre fracasó.

En el Plan de Desarrollo del presidente Pastrana se mencionaba que, además de las inversiones corrientes del Gobierno central orientadas a favorecer el desarrollo y contrarrestar la violencia, el Gobierno contemplaba “la puesta en marcha de un plan especial para la reconstrucción económica, social y ambiental de las zonas más afectadas por el conflicto: el Plan Colombia”. (Cambio para Construir la Paz, p. 305).

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A diferencia del gobierno de Samper, donde el programa social –la Red de Solidaridad– y el de cultivos ilícitos –PLANTE– eran independientes. En el de Pastrana, los dos programas se unieron en el marco del Plan Colombia, que pasó a ser el eje articulador de la política social, de infraestructura, desarrollo rural y antinarcóticos dirigido a regiones específicas, muy afectadas por cultivos ilícitos y presencia de grupos armados ilegales. El Plan Colombia tuvo dos grandes componentes, el militar y antinarcóticos, estrategias de lucha antinarcóticos, y el social, políticas de paz y convivencia ciudadana. El primero se concentró en mejorar la capacidad y equipamiento de la Fuerza Pública y en la erradicación de cultivos ilícitos en tres regiones del país, en su orden: Putumayo, Catatumbo y sur de Bolívar. Con el componente social, el Plan Colombia llegó en total a 272 municipios, seleccionados con diferentes criterios: generar empleo de “emergencia”, construir pequeñas infraestructuras, hasta apoyar proyectos productivos, bajo el lema general de “obras para la paz”.

En 2005 empezó el corte de cuentas al Plan Colombia, por lo cual se publicaron múltiples análisis. El balance oficial del gobierno colombiano reportó que “el éxito en cada uno de los componentes del Plan Colombia (PC) demuestra que la estrategia integral ha sido efectiva”. (DNP, 2006, p. 43). El balance del Congreso norteamericano fue un poco más cauto:

Mientras ha habido un progreso medible en la seguridad interna de Colombia, según lo indica el descenso en violencia, y la erradicación de cultivos ilícitos, ningún efecto se ha visto en relación al precio, pureza y disponibilidad de cocaína y heroína en los Estados Unidos. (Library of Congress-CRS, Plan Colombia: A Progress Report, 2005).

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Nota: La gráfica tiene un evidente error de proporcionalidad en la escala, que sobrestima visualmente, no matemáticamente, la reducción de hectáreas de coca entre 2002 y 2005, año en el cual los cultivos eran prácticamente equivalentes a los iniciales del año 1999. El reporte del Congreso norteamericano sobre el Plan Colombia menciona que según fuentes norteamericanas, el número de hectáreas con coca en Colombia pasó de 122.500 en 1999 a 114.000 Ha en 2004 y según reportes de UNDOC y SIMCI pasó de 160.000 a 80.000 Ha. Las cifras de UNDOC y SIMCI son las que usa de base el reporte del Gobierno colombiano sobre el Plan Colombia (DNP, 2006).

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Los diferentes estudios sobre el Plan Colombia permiten afirmar que el componente antinarcóticos ha sido más costoso que eficaz, mientras que el militar y el social han tenido rendimientos muy eficaces por cada dólar invertido (Mejía, 2012). A la par de la mejora en equipamiento y operatividad militar, el componente social del Plan Colombia del gobierno Pastrana dejó importantes innovaciones institucionales en política social, como los programas Jóvenes y Empleo en Acción, y Familias en Acción, que perdura hasta hoy, dado que su impacto ha sido positivo y significativo en reducción de pobreza y mejoras en nutrición y escolaridad infantil a nivel rural. (U. Andes-CEDE, Núñez & Cuestas, 2006). El conjunto de programas e inversiones del componente social del Plan Colombia se ejectuó primordialmente a través del Fondo de Inversiones para la Paz (FIP), en cuyo informe de gestión se reportó el siguiente balance de inversiones entre 2000 y 2007:

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Al final del periodo Pastrana, el Gobierno colombiano logró que el norteamericano autorizara el uso más amplio y flexible de la inversión del componente militar del Plan Colombia, no sólo para la lucha antinarcóticos sino también para la lucha contrainsurgente. Con esa evolución, el Plan Colombia siguió siendo el mayor soporte estratégico, operativo y financiero de la iniciativa para “llevar el Estado a las regiones” del siguiente presidente, Álvaro Uribe, pero con una nueva visión: priorizar la lucha contrainsurgente en el marco de la antinarcóticos.

Según los reportes sobre el Plan Colombia al Congreso norteamericano, además de los recursos de apoyo militar presupuestados dentro del Plan Colombia, sumando el presupuesto adicional de asistencia militar directa, el total de inversión norteamericana en Colombia no ascendía, en 2005, a los 3.7 billones, reportados en el Balance del Plan Colombia del DNP a 2005, sino a 4.5 billones de dólares (Library of Congress-CRS, Plan Colombia: A Progress Report, 2005). Esa asistencia militar, sumada al presupuesto de inversión del Ministerio de Defensa, elevó sostenidamente el gasto militar en defensa del 3,26% del PIB al inicio del Plan Colombia a 4,38%, cinco años después.

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Con ese monto de inversión militar, con la nueva política de “Seguridad Democrática”, nació un nuevo impuesto al patrimonio, destinado exclusivamente a financiar dicha política y un mandato anti-FARC ratificado en las urnas. El expresidente Álvaro Uribe redefinió la siguiente generación de iniciativas gubernamentales para “llevar el Estado a las regiones”. El corazón ideológico de esas iniciativas fue la Política de Defensa y Seguridad Democrática y la Doctrina de la Acción Integral (DAI).

El Gobierno presentó en 2002 la Política de Defensa y Seguridad Democrática (PDSD) como la respuesta ante las amenazas existentes. Esta se planteaba como una política pública integral cuyo objetivo era recuperar y asegurar la institucionalidad y el imperio de la ley, permitir el ejercicio de los derechos de todos los ciudadanos en todos los rincones del territorio nacional y restituir la tranquilidad y la confianza de los colombianos (Ministerio de Defensa Nacional, Rendición de cuentas 2002-2006, p. 5).

La DAI tiene una larga historia de uso por parte de la Fuerza Pública y el Ministerio de Defensa de Colombia, cuyos antecedentes se remontan al llamado Plan Lazo, una especie de Plan Colombia con acento anticomunista de la década de 1960. Durante el gobierno del presidente Uribe, lo nuevo fue la adaptación y difusión de dicha doctrina al resto de las entidades civiles del Gobierno central, en el marco de la nueva receta gubernamental para “llevar el Estado a las regiones en conflicto”: El Centro de Coordinación de Acción Integral (CCAI).

La entidad que lideró la adaptación y difusión de la DAI a las entidades civiles del Gobierno central fue la Agencia Presidencial para la Acción Social y la Cooperación Internacional –Acción Social–. La dirigencia de Acción Social concluyó en su momento que si al Ministerio de Defensa le correspondía la recuperación militar del territorio, a ellos les correspondía la “recuperación social del territorio”. Para ejecutar esta visión paralela de recuperación militar y social, se creó en 2004 el CCAI.

El CCAI es un mecanismo de coordinación interagencial, integrado en total por catorce entidades del Gobierno nacional: doce estrictamente de función civil, la Policía Nacional y el Comando General de las Fuerzas Militares; Acción Social era su secretaría técnica y operativa. La creación del CCAI respondió a la permanente solicitud de los militares colombianos para que tras su avance y recuperación militar de territorios, llegara el resto del Estado detrás. El CCAI fue concebido como el mecanismo para asegurar el cumplimiento de ese propósito. Por vía del CCAI, se institucionalizó la Doctrina de Acción Integral (DAI) del Ministerio de Defensa en el resto de las entidades del Gobierno central para “llevar el Estado a las regiones”.

En 2007, a inicios del segundo periodo del presidente Álvaro Uribe, se formularon la “Política de Consolidación de la Seguridad Democrática (PCSD)” y la “Estrategia de Fortalecimiento de la Democracia y el Desarrollo Social”, conocida como Plan Colombia II. En ambas se cita de manera casi textual la misma referencia a la DAI y el CCAI, pero con un propósito más específico: “la consolidación del control del territorio”.

La Política de Consolidación de la Seguridad Democrática incluye un conjunto de veintiocho planes y programas, agrupados con base en cinco líneas de acción (ver Anexo 1). El inicio de la implementación de esta política debe marcar el proceso de transición hacia la fase de consolidación del control del territorio, donde la presencia y las operaciones de la FP [Fuerza Pública] sean en el marco para el restablecimiento de la plena autoridad del Estado, el normal funcionamiento de todas sus instituciones y la inversión social.

Para cumplir con este objetivo, la Doctrina de la Acción Integral se constituirá en la principal herramienta para establecer principios y protocolos de coordinación operacional entre el esfuerzo militar y el social. De ahí que esta doctrina implica no sólo la coordinación existente a través del Centro de Coordinación de Acción Integral (CCAI), que integra a todas las agencias del Estado, sino que también definirá la participación y responsabilidad de las autoridades locales y la de otros sectores, como el privado, a través de los gremios, y las agencias de cooperación internacional.

(DNP, “Estrategia de Fortalecimiento de la Democracia y el Desarrollo Social” [Plan Colombia II], [lan Colombia II] by a l=Law si radica ciraciegramas llegaron a 22 municipios en 1993, pero s gestie declared legal by a l=Law si2007, p. 51).

Y sobre el CCAI se añade que:

Así mismo, el Centro de Coordinación de Acción Integral (CCAI) continuará su labor de coordinación interagencial para implementar las estrategias de Recuperación Social del Territorio (RST) en las zonas recuperadas por la Fuerza Pública. Para 2007-2010, el CCAI avanzará en la generación de mayor gobernabilidad, legitimidad, credibilidad y confianza de los ciudadanos en el Estado y en ellos mismos como comunidad. En este sentido, el CCAI ha definido tres frentes de trabajo para la RST: primero, consolidar la intervención en cincuenta y tres municipios prioritarios; segundo, apoyar la coordinación para la RST de 332 corregimientos priorizados por la PONAL (Policía Nacional); y, tercero, difundir la estrategia de coordinación interagencial para la RST en zonas no intervenidas por el CCAI.
(DNP, “Estrategia de Fortalecimiento de la Democracia y el Desarrollo Social” [Plan Colombia II], 2007, p. 73)

En 2007, el entrante Ministro de Defensa, Juan Manuel Santos, decidió crear los llamados Centros de Fusión, como unas replicas mejoradas del esquema CCAI en dos regiones prioritarias: los Montes de María y la región de La Macarena, considerada el epicentro financiero y estratégico del bloque más poderoso de las FARC, el bloque Oriental.

Cada centro de fusión cuenta con un coordinador militar, un coordinador policial y un gerente civil. Este gerente, que depende del CCAI, es el encargado de administrar y supervisar la implementación de los planes integrales en coordinación con las autoridades locales y regionales, siempre tendiendo al fortalecimiento institucional. (Santos, 2009, p. 25)
El Centro de Fusión de la Macarena, también denominado “Programa de Consolidación Integral de La Macarena (PCIM)”, pasó de ser una versión mejorada del CCAI a tener carácter propio, y terminó convertido en el caso modelo del Plan Colombia II y la PCSD. El PCIM mantuvo la prioridad antinarcóticos y contrainsurgente, pero tiene tres características diferenciales con el CCAI: primero, una visión regional de desarrollo económico e integración regional. Segundo, una dirección civil con mayor autonomía estratégica y operativa frente a la operación militar. Tercero, un equipo de trabajo operativo, permanente y ubicado en la región intervenida. La extensión del modelo PCIM al resto del país empezó a formularse con la Directiva Presidencial 001 de 2009, mediante la cual se estableció el “Plan Nacional de Consolidación y Reconstrucción Territorial (PNCRT)”.

Luego de varias revisiones estratégicas del PNCRT y el CCAI, el gobierno del presidente Santos institucionalizó el mecanismo ad hoc del CCAI en un ente institucional permanente denominado la “Unidad Administrativa Especial para la Consolidación Territorial (UACT)”, creada mediante el Decreto Ley 4161 del 3 de noviembre de 2011, como parte del también recientemente creado “Departamento para la Prosperidad Social”.

 

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En palabras del director del PCIM y luego primer director de la UACT, Álvaro Balcázar, el objetivo de la política PNCRT es “impedir la reversibilidad de los avances de la Fuerza Pública en seguridad, mediante el establecimiento de las capacidades institucionales para el desarrollo y la prosperidad económica, social e institucional, y por ese camino lograr la superación del conflicto” (Entrevista Álvaro Balcázar). Inicialmente, la Unidad consideró la selección de ciento dos municipios a intervenir. Finalmente, escogió sólo cincuenta y uno por razones de capacidad.

¿Qué se preguntaría desde la literatura académica a la idea presidencial de “llevar el Estado a las regiones”?

Los clásicos de la literatura académica sobre formación de Estado se concentran en explicar las condiciones sociológicas, económicas y políticas que permitieron el surgimiento y afianzamiento del Estado nación en Europa. Son narrativas históricas y comparativas que explican cómo cambios sociológicos y económicos terminaron cambiando las coaliciones y arreglos territoriales, políticos e institucionales, de entre los cuales terminó prevaleciendo el Estado. Explican, por ejemplo, la manera en que cambios económicos, como el comercio a larga distancia y la acumulación de capitales, consolidaron a los comerciantes y burgueses como una nueva clase social, ubicada principalmente en ciudades, y el rol de esos factores en la formación de Estado. (Mann, 2012); (Moore, Jr., 1993); (Tilly, 1992). También muestran cómo, además de la revolución en el comercio, la Revolución Industrial terminó consolidando unas clases obreras y otras capitalistas (Mann, 2012). Exponen la forma como las clases de campesinos y aristócratas entraron en conflicto con las nuevas clases, y cómo sus disputas, alianzas y revoluciones se posibilitaron diversos tipos de arreglos territoriales, políticos e institucionales (Moore, Jr., 1993); (Skocpol, 2007); (Poggi, 1978); (Spruyt, 1994). Explican por qué entre esos diferentes tipos de arreglos, como las ciudades Estado, las ligas subregionales y los imperios, terminó prevaleciendo el Estado nación soberano (Spruyt, 1994). También hacen ver de qué manera lo anterior fue posibilitado por macroprocesos sociológicos, como el desarrollo del pensamiento racional, abstracto e impersonal y por formas de relacionamiento social interdependientes, de integración y centralización (Gerth & Mills, 2009); (Elias, 1994); (Elias, 1970).

Todas las narrativas y explicaciones europeas, epicentro del surgimiento y consolidación del Estado nación, se refieren a macroprocesos históricos, sociológicos y económicos que tomaron siglos en producirse y en producir consecuencias como el Estado moderno. Las diferentes narrativas coinciden en los factores que estudian, pero no en el orden de importancia o poder de causalidad que les atribuyen para explicar el surgimiento del Estado. Por ejemplo, unas priorizan los cambios económicos (Acemoglu, Johnson, & Robinson, 2005), otras la guerra (Tilly, 1992), y otras el tipo de alianzas políticas entre clases (Mann, 2012); (Moore, Jr., 1993), como el factor determinante para explicar el surgimiento del Estado y la naturaleza del régimen político. Pese a los desacuerdos, la mayoría de esas narrativas coinciden en un punto: el Estado nación no fue un producto planeado y buscado, fue una consecuencia casi inadvertida de actores y procesos que buscaban ciertos objetivos más puntuales. Por ejemplo, buscaban financiar y ganar guerras y para ello construyeron arreglos institucionales que a la postre se volvieron los sistemas de impuestos y control del territorio del Estado moderno. Maximizando la capacidad de extracción para financiar la guerra o la protección de sus aliados, tuvieron que hacer concesiones a los contribuyentes, como darles voz y voto en ciertas decisiones. Buscando impedir las invasiones de rivales, confiaron las funciones de recaudo, organización y protección a ciertos aliados en las zonas de frontera (Tilly, 1992).

Si hiciéramos el ejercicio de imaginar el tipo de preguntas que los autores clásicos le harían a los presidentes colombianos sobre su idea de “llevar el Estado a las regiones”, posiblemente encontraríamos cosas así: “Señor presidente: ¿Cuáles son los grandes cambios económicos y sociológicos que han ocurrido en esas regiones? ¿Qué grupos o clases sociales son los presentes en esas regiones? ¿Cuáles son los tipos de coaliciones, disputas y conflictos armados que se han generado entre grupos y clases sociales en esas regiones? ¿Qué tipo de arreglos territoriales, institucionales y políticos impulsan las coaliciones y conflictos presentes en esas regiones? De esos arreglos, ¿qué puede llevar a que el del Estado prevalezca sobre las alternativas que le compiten?”.

En pocas palabras, los autores clásicos tratarían de entender cuáles son los orígenes y el Estado de las macro condiciones presentes en esas regiones y esto permite pensar que a partir de estas se puede formar un Estado moderno. Y tendrían gran curiosidad por entender qué hace pensar al presidente que puede llevar o crear a voluntad esas condiciones en ciertas regiones.

Mucha tinta ha corrido a propósito de la aplicabilidad de esas tesis en países de África o América Latina, que a diferencia de los europeos no tuvieron reyes y monarquías, ni siglos de guerras barbáricas, desprovistas de todo límite normativo o de la noción de Derechos Humanos, y donde los guerreros no fueron perseguidos por cortes por sus crímenes, sino aceptados como gobernantes en sus sociedades. Los factores analizados en la narrativa europea, como los cambios económicos, la formación de grupos sociales, las alianzas políticas, las guerras, las revoluciones, etcétera, siguen siendo variables de análisis en otras latitudes y eras. Más que en la pertinencia de esos factores, el debate se ha centrado en explicar por qué esos factores se configuraron de manera muy distinta a la europea, por ejemplo, por qué no hubo revolución industrial, monarquías ni grandes guerras internacionales, o por qué otros factores no presentes en Europa, como la colonización y su legado, produjeron procesos de formación y tipos de Estado muy diferentes al europeo en América Latina. (Centeno M. A., 2002); (Centeno & López-Alves, 2001); (López-Alves, 2000).

Más allá de la variedad de procesos y tipos de Estado, el hecho es que todo el globo terráqueo del siglo XX quedó repartido entre Estados que se relacionan entre sí como Estados soberanos, más allá de las evidentes diferencias en su formación y características internas. Algunos autores argumentan que ese reconocimiento garantizado de la soberanía estatal, independientemente de las condiciones reales para ejercer la estatalidad, ha tenido consecuencias negativas sobre la naturaleza del Estado, incentivando la formación de regímenes patrimonialistas (Jackson, 1990). En cualquier caso, la establecida soberanía estatal en el sistema internacional abrió otro tipo de literatura académica enfocada en explicar la variación en sus características internas y no por qué surgen los Estados en América o África, puesto que se asume que los Estados nacionales son un hecho establecido y operante en el sistema internacional. Por ejemplo, si tienen o no el monopolio de la coerción y la recolección de impuestos, si desempeñan más o menos funciones, con qué eficacia las cumplen, si cubren o no todo su territorio, si las prácticas políticas en el territorio varían entre arreglos más autoritarios y otros más democráticos. (Boone, 2003); (Boone, 2012); (Gibson, 2012); (Kurtz 2013); (Revista Universidad Católica de Chile, 2013).

Más allá de los trabajos, de gran factura, citados sobre África y América Latina, otra porción de la literatura contemporánea está dominada por los marcos conceptuales, las prioridades y el lenguaje de la contrainsurgencia nacional y el antiterrorismo global, o por el lenguaje consultor de la modernización estatal. Esa literatura está más enfocada en explicar cómo derrotar a un enemigo que en cómo formar el Estado, o en “modernizar” al Estado desconociendo su heterogéneo alcance territorial e institucional; quieren modernizar un Estado que no se ha formado.

¿Cómo deberíamos abordar el propósito de extender la presencia y el control estatal hacia y desde las regiones?

Es obvio que las posibles preguntas de los autores de la literatura clásica y la contemporánea se derivan de un contexto histórico particular e irrepetible, pero no por ello carecen de sentido para la Colombia actual. Inspirados en esos autores y luego de que a pesar de los múltiples intentos presidenciales, casi una tercera parte del territorio colombiano aún no tiene Estado (García Villegas, García Sánchez, Rodríguez Raga, Revelo Rebolledo, & Espinosa Restrepo, 2011). Por esta razón, deberíamos hacernos algunas reflexiones sobre cómo extender el control estatal hacia y desde las regiones. Planteo algunas, derivadas de lo avanzado en nuestra investigación.

El Estado no es un ente plenamente autónomo, una variable independiente, que se decide llevar de un lugar a otro. El Estado es un resultado, una variable dependiente de las condiciones, preferencias y arreglos sociales, económicos y políticos de una sociedad. La distribución muy desigual del Estado colombiano sobre el territorio y la población es el resultado de unos arreglos de poder particulares, que han definido qué es y quién ocupa el centro, qué es y quién ocupa la periferia y cómo se relacionan. Centro y periferia se construyen mutuamente. No hay ninguna razón para creer que se puede llevar o construir Estado en la periferia, en las regiones en conflicto, sin intervenirlo en el centro. Construir Estado en las regiones implica redistribuir e institucionalizar los arreglos de poder en el centro, en la periferia, y sus interdependencias.

La idea de “llevar el Estado a las regiones” parte de un supuesto binario simple: dado que hay ausencia, se llevará la presencia. El supuesto de vacío en las regiones, esperando a ser llenado por la presencia del Estado es falso y equívoco. Nunca hay ausencia, siempre hay alternativas y en el caso de Colombia hay competidores armados y estatales directos. El Estado necesita más que un mandato

normativo y legal para imponerse sobre esas alternativas o competidores. Necesita establecer cómo empatar y adaptar su oferta de poder, servicios y arreglos institucionales a las alternativas existentes en las regiones. Aún en el supuesto de derrota militar o cooptación de los competidores directos, el Estado es el “nuevo” en las regiones y su oferta para regular la población y el territorio debe empatar con las alternativas existentes para poderlas sustituir. En ese sentido, la discusión, más desde la perspectiva ‘consultoril’ que académica, sobre si el Estado se hace de arriba hacia abajo, o de abajo hacia arriba, pierde sentido en esta perspectiva. Como bien lo recuerda Norbert Elias, el Estado no es ni arriba ni abajo; es por definición un proceso de integración, interfuncional e interdependiente (Elias, 1994); (Elias, 1970).

¿Queremos hacer Estado en las regiones o contener los problemas de las regiones hacia el Estado central?

Desde el Frente Nacional hasta hoy, la respuesta preferida de los presidentes sobre para qué llevar el Estado a las regiones ha sido para “mantener el orden público”. El enfoque de los programas presidenciales ha sido más de contención de los problemas de las regiones hacia el centro, que de integración de las regiones y el centro. Y mucho menos
de redistribución del poder entre el centro y las regiones. Las fórmulas para “mantener el orden público” y “llevar el Estado” han combinado inversión social con gasto en defensa y luego con financiación en antinarcóticos. Esa especie de combinación de pan y plomo, la adaptación colombiana del pan y circo romano, ha sido la fórmula presidencial predominante para “mantener el orden público” y “llevar el Estado a las regiones”. ¿Van a seguir las iniciativas presidenciales ofreciendo plan y plomo a las regiones?, ¿lo van a seguir haciendo para defender al centro de las regiones, o se van a decidir por redistribuir poder entre el centro y las regiones en un proceso de integración interdependiente e institucionalizado? En la eventualidad de que la amenaza guerrillera y cocalera regional decrezcan, ¿tendrán algún interés los gobernantes centrales en hacer o “llevar Estado a las regiones”?

¿Qué canales redistribuyen e institucionalizan el poder en Colombia?
La descentralización, la guerra, las elecciones y la economía política del narcotráfico han sido los canales por los cuales han interactuado y se ha redistribuido el poder entre los viejos y nuevos protagonistas de este, entre el centro y periferia en los últimos treinta años en Colombia. Para fluir por esos canales, los protagonistas encargados de “llevar el Estado” desde el centro o de resistirlo o reconfigurarlo desde las regiones han combinado plata, plomo y votos, según sus ambiciones e intereses. Toda la gama de iniciativas presidenciales han interactuado con la gama de iniciativas de los competidores estatales: con el sometimiento por el narcoterrorismo de la era de Pablo Escobar, o el arreglo vía chequera de la era Rodríguez Orejuela, o la combinación suprema de plata, plomo y votos de la parapolítica, o la fórmula de puro plomo a la clase política de las FARC.

Con pocas excepciones, los programas presidenciales para “llevar el Estado a las regiones” no han alterado la distribución del poder en las regiones intervenidas, ni entre ellas y el centro, como lo han hecho la descentralización, la guerra, las elecciones y la economía política del narcotráfico. En cambio esos cuatro factores sí han tenido mayor capacidad de reconfigurar el centro y el Estado desde las coaliciones de poder de las regiones; la parapolítica, por ejemplo, es sólo una expresión de eso. Por ello, una de las posibles explicaciones a los efectos muy limitados de los programas presidenciales en la capacidad estatal municipal es que han pretendido “llevar el Estado”, a pesar de la descentralización, la guerra y las elecciones, o claramente sin articular los canales con los que “llevan el Estado”, con esos tres canales estructurantes del poder en la Colombia reciente.

Parafraseando al historiador Marco Palacios, el “optimismo racional” que han tenido los presidentes colombianos, desde el Frente Nacional hasta hoy, es modernizar el Estado en el centro y luego “llevarlo a las regiones”, se ha quedado en ilusión y en una clara desventaja comparativa para reconfigurar poder en las regiones, mientras que los factores de poder real en estas han tenido ventaja comparativa para reconfigurar el centro. En pocas palabras, las regiones han reconfigurado más al Estado central, que el Estado central a las regiones. Sin entender y asumir esas realidades y recalibrar las estrategias para construir Estado aquí y allá, seguiremos en la ilusión o peor aún, en el optimismo irracional.

Hacer Estado es fundamentalmente un proceso de redistribuir e institucionalizar poder

Cambiar la muy desigual distribución de la presencia estatal sobre el territorio implica cambiar la distribución del poder a lo largo y ancho del territorio, tanto en el centro como en la periferia. Hay una correlación muy alta entre nivel de ruralidad y baja presencia estatal, y también hay una variación alta de presencia estatal dentro de las zonas rurales. ¿Cuáles y quiénes son los factores de poder

en la Colombia rural? ¿Cómo se va a redistribuir el poder entre la Colombia rural y la urbana? ¿Cómo se va a institucionalizar esa redistribución de poder? ¿Será que las respuestas a lo anterior se encuentran rediseñando el sistema electoral para que la Colombia rural tenga una representación más proporcional vis a vis la Colombia urbana? Estas preguntas no se pueden dejar de responder si se trata es de extender el Estado hacia y desde las regiones.

En investigaciones previas realizadas desde la Corporación Nuevo Arco Iris (Corporación Nuevo Arco Iris, 2007); (López, 2010); (Romero, 2011) y otros estudios de centros académicos (Camacho, Duncan, Steiner, Vargas & Wills, 2009), hemos hecho un análisis detallado de los tres grandes protagonistas que alteraron la distribución de poder en la periferia y el centro desde los ochenta: las guerrillas, los paramilitares y los narcotraficantes. Los políticos, las élites y demás grupos sociales ya hacían parte de la ecuación de poder y se sometieron, adaptaron o aliaron con los nuevos protagonistas del poder. Pese a la transformación del poder que viejos y nuevos protagonistas han logrado, esta no clasificaría como revolución social, según la definición y criterios de autores clásicos como Theda Skocpol (Skocpol, 2007).

Lo más parecido a una revolución social, a la Skocpol que hemos tenido en Colombia, es la fallida cuasi revolución insurgente y la exitosa cuasi revolución narcoparamilitar. Esta es exitosa porque cambió de manera rápida y fundamental la configuración de clases, poder y del Estado, tanto en la periferia como en el centro. La insurgente es fallida porque no logró ese tipo de transformaciones. Los protagonistas de la cuasi revolución mafiosa, paramilitares, políticos y narcotraficantes cambiaron sustancialmente los fundamentos, medios y velocidades de movilidad y ascenso social, económico y político en la periferia y el centro (Duncan, 2009); (Duncan, 2013).

Elecciones

Las bases sociales sobre las cuales buscan erigirse las guerrillas siguen siendo hoy, como hace sesenta años, los campesinos pobres y los desarraigados del territorio y del poder. La fallida revolución insurgente ha dejado unos territorios y sectores sociales semiexcluidos de la configuración de poder político y alcance estatal formal. Por el contrario, la cuasi revolución mafiosa sí creó una nueva clase emergente, social, económica y política, no sólo gracias a sus formas de acumulación de capital y poder, sino también gracias a su capacidad de hibridación con las formas de capital y poder existentes. De la cuasi revolución mafiosa surgieron los “empresarios” de los ahora llamados carteles de la contratación y la clase política de la parapolítica. Esas nuevas clases se acomodaron a la fuerza, y vía plata y votos se ratificaron dentro del orden social y las jerarquías estatales y de poder colombianas. Ninguna forma de construcción estatal en Colombia será viable sin reconocer y regular la semiexclusión de la fallida revolución insurgente y la autoinclusión exitosa de la cuasi revolución mafiosa.

En términos más amplios, ninguna construcción estatal en Colombia será viable sin ajustar territorial, política e institucionalmente la subrepresentación de la Colombia rural. Esto es la subrepresentación del 60% del territorio nacional y de poblaciones severamente subrepresentadas como los campesinos, indígenas y afrodescendientes.

Si de construcción estatal se trata, además de pan y plomo, Colombia tiene que considerar ajustes institucionales profundos que conecten la representación política con la presencia y operación estatal tanto en el centro urbano como en lo rural. Por ejemplo, Colombia debería considerar seriamente que todos los departamentos tengan un número de senadores fijos, no proporcionales a la población y el electorado; tendría que pensar la posibilidad de elegir a los diputados de las Asambleas dividiendo el territorio de los departamentos en distritos territoriales, cada uno de los cuales elegiría un diputado, de manera similar a como lo ha propuesto el senador John Sudarsky para la Cámara de Representantes; tendría que pensar en asignarle a las gobernaciones mayores facultades en recaudo de impuestos, por ejemplo, recaudar el predial rural, y también mayores obligaciones en inversión rural. Tiene que pensar en instancias concretas cuyo origen de representación y mandato funcional esté directamente ligado a la Colombia rural y en sopesar la sobrerrepresentación urbana y del centro.

“No todas las cosas buenas vienen juntas”

Esa advertencia me la hizo el profesor Francisco Gutiérrez cuando empezamos esta investigación: “No confunda las variables de formación estatal con las de democracia. Todas las cosas buenas no vienen juntas”. Su advertencia tiene todo el sentido tanto conceptual como metodológico. Todas las teorías sobre el Estado y las explicaciones sobre su formación permiten concluir que el raciocinio fundamental de autores clásicos como Tilly es imbatible: sin un mínimo de acumulación centralizada y eficaz en coerción, protección y extracción, no es posible el resto del Estado moderno, ni como extensión territorial ni como aparato institucional impersonal, garante de derechos y deberes; la noción weberiana.

Reconocer el requisito de eficacia no es desconocer ni relativizar el de legitimidad. Según Tilly, las necesidades y tensiones derivadas de la “eficacia” extractiva y coercitiva fueron las que terminaron incentivando arreglos políticos e institucionales que constituyen el embrión del Estado moderno. No hay razón para pensar que en nuestra era y nuestro país esas tensiones y la relación dinámica entre el requisito de eficacia y el de legitimidad desaparecen. Por el contrario, estas tienen formas de canalización y legitimación institucionalizada que todos los protagonistas, estatales y no estatales, legales e ilegales usan, como la descentralización, la confrontación armada y la electoral.

Tratar de extender e integrar al control estatal al Macizo Sur colombiano o al Bajo Cauca antioqueño y cordobés sin subvertir los oligopolios armados que compiten al Estado, su interacción y conexiones con el centro, y sin regular el orden mafioso, es una quimera. Y creer que esa subversión y regulación se va a hacer a punta de asperjar glifosato, y repartir carnés del SISBEN y cheques a familias en acción, es una quimera mayor. Esa fórmula de pan y plomo aéreo es obviamente insuficiente, e incluso puede ser contraproducente (Vanda Felb Browm). Más allá de pan y plomo intermitente, hacer Estado requiere institucionalizar coerción y protección, regulación socioeconómica, integración política y territorial eficaz y estable y mutuamente responsiva con las regiones

“Se nos olvidó llevar la tienda…”

“Llevamos todo: salud, educación, alcaldes, pero se nos olvidó llevar la tienda”. Eso me dijo un entrevistado, mientras conversábamos sobre sus esfuerzos y los de muchos otros por “llevar el Estado” a la región Amazónica. Todas las teorías de formación de Estado reseñadas en este artículo son a su vez teorías de transformación social, política y económica, y de su paulatina institucionalización. El Estado y el mercado crecieron se formaron a la par. Parte de la literatura sobre el Estado en el siglo XX es sobre la influencia de este en procesos económicos, como la industrialización, la inserción económica global (Wade, 1990); (Evans, 1995). En este tipo de estudios, el Estado es un agente de desarrollo económico. En todas las literaturas, la historia del Estado está atada a la del mercado.

Está claro que con una visión acertada o no, con mayor o menor eficacia, los presidentes colombianos han tenido una gran preocupación por llevar el Estado a las regiones en conflicto. ¿Y el mercado?, ¿también piensan llevarlo?

Bibliografía

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Fotos tomadas de https://www.ejercito.mil.co, Secretaría Local de Salud de Barrancabermeja, Secretaría de Educación de Antioquia, Fiscalía General de la Nación, Confidencial Colombia, Invías.

https://revistas.cun.edu.co/index.php/opinionpublica/article/view/467/511

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